domingo, 21 de febrero de 2016

La misericordia en San Juan de la Cruz por Juan Antonio de la Madre de Dios Aparicio Navarro OCDS

 

" ¡Señor Dios, amado mío!  Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos.  Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieres aceptar, y hágase. 
Y, si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío? ¿por qué te tardas?  Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi pequeña ofrenda, pues la quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.
¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos si no lo levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?
¿Cómo se levantará a ti el hombre engendrado y criado en bajezas, si no lo levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste? No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero; por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero" 
(Oración del alma enamorada)
 
En el texto que acabamos de leer, Oración del alma enamorada, nuestro santo Padre Juan de la Cruz nos habla de amor, un amor que no tiene nada que ver con ningún fenómeno místico, sino que él ha experimentado esencialmente como misericordia. Lo ha experimentado así a pesar de las muchas penalidades que pasó a lo largo de su vida o precisamente a través de ellas, y eso hasta el punto de que para él Dios será “Padre de Misericordias”.

Cuanto más profundamente se adentra Juan de la Cruz en las profundidades del amor de Dios más evidente le resulta su propio ser “polvo”, “vacío”, “nada”, una realidad frágil y hueca vivificada sólo por el Aliento de la Vida divina. La intensidad del misterio de amor que rodea su vida no  le ha embriagado hasta el punto de creerse  un ser superior, iluminado, perfecto. Tiene siempre presente ante sus ojos la nada que es: “Si todavía te acuerdas de mis pecados –dice- para no hacer lo que te ando pidiendo…”; pero también tiene muy claro que el “mirar de Dios es amar”, que su justicia es misericordia, que en los ojos de Dios hasta las más pequeñas acciones tienen un valor infinito, que somos amados por Dios más allá incluso de nuestras acciones y así se pregunta: “¿Y si a las obras mías no esperas, qué esperas? ¿por qué tardas?”.

Mucho lleva ya sufrido Juan de la Cruz cuando escribe esas líneas, mucho ha purgado y ha trabajado por el Amado. Él sabe que el hombre puede y debe predisponerse, abrirse al don de Dios, al Aliento de la Vida divina. Lleva toda una vida de oración y mortificación, pero también sabe que a todo hombre le aguardan momentos de sufrimiento e impotencia en los que lo único que puede hacer es abandonarse confiadamente en los brazos del Padre. Cuanto más, como auténtico orante que es, él  sabe que en última instancia su Camino no se sostiene en  su esfuerzo, sino en  el  amor   incondicional  de   Dios  y  por eso puede afirmar:  “No   me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo….”
Juan de la Cruz es un alma enamorada con un amor en vez de encerrarlo en un egoísta disfrute del don de Dios lo abre al mundo, a sus hermanos: “¿Cómo   se   levantará   a  ti   el hombre?” –se pregunta. Y es que el amor de Dios no sólo no los separó nunca de los hombres, sino que acabó conduciendo a nuestros Santos Fundadores Juan y Teresa, en medio de los mercados y caminos.

La misericordia es fruto del amor y en tu vida, fray Juan, hubo mucho amor, por eso no rehuiste las preocupaciones y trabajos refugiándote en la contemplación, sino que tu vida fue un constante verterse, un vaciarse de sí mismo para darse a los demás en tu labor reformadora y en tu callado ministerio apostólico. Muéstranos el camino, fray Juan, para que como orantes y como contemplativos en medio del mundo podamos experimentar también la misericordia de Dios y así nuestras obras de misericordia se conviertan en signo vivo de la presencia de Dios entre los hombres.  Enséñanos, fray Juan, a vivir enamorados del Amado, para que podamos ser imagen de Jesús.
 
 


 

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